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… echadas las cartas ¿qué queda del género o de la posición del escritor en torno una cierta concepción del realismo? Nada o casi nada. Barthes nos moviliza hacia ese territorio fronterizo en el que el desplazamiento, las líneas de fuga y las re-territorializaciones nos llevan a preguntarnos acerca de las dimensiones de lo real y las (im)pertinentes discusiones sobre si es más o menos realista un texto que otro o si aquél se pliega más al género o si responde a lo que le sobra o le falta con respecto al realismo clásico. Esta idea de Barthes es muy cercana a ese memorable ensayo, “La literatura y la vida”, con el que Deleuze abre Crítica y clínica. Aquí el autor traza una serie de reflexiones que ponderan a la literatura como cercana al flujo de la vida. Comienza, precisamente, diciendo que la literatura se decanta más bien hacia lo informe y lo inacabado pues no se trata de imponer una forma al mundo. Lo real es lo que es y no puede ser de otra forma, como ha dicho Rosset, pero esa en esa conexión permanente con la vida hay un fluir perpetuo de signos y esos signos delatan el sentido político de la vida y el sentido de ser sensible. Es una continuidad, un río, un fluir que desborda “lo vivido y lo vivible”. Que se derrama, dice el filósofo, que salpica, que chorrea pues “Devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, mímesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya el devenir siempre esta 'entre'”. Si habremos logrado mínimamente algo en torno a estas reflexiones en nuestro corpus de estudio, habremos alcanzado, en parte, nuestra meta. Habremos constatado que “...todas las «realidades» y las fantasías pueden cobrar forma sólo a través de la escritura, en la cual exterioridad e interioridad, mundo y yo, experiencia y fantasía aparecen compuestas de la misma materia verbal” (Calvino, 2010:104). (Figueredo, 2017, p. 225-226).